No sé si habrá sido mi descendencia tana o mi viejo levantándonos religiosamente para que almorcemos juntos los mediodías de domingo.
No sé si será costumbre de antes, de aquello que también llaman respeto, o la maña que buscamos todos en la abuela con los fideos caseros.
No sé si seremos en algún tiempo futuro capaces de sostener los simples detalles de unidad, los rituales (sin decirse) que sostienen el pacto de resguardar algún tipo de valor casi olvidado para los corrientes y modernos deliverys de todo.
A mi me gusta la mesa grande. Los gurises corriendo por la casa. El barullo de contarnos todo y reírnos en carcajadas que sacuden y barren cualquier vestigio de soledad.
Las sobremesas largas que se vuelven mates al sol. Los recuerdos de antaño que surgen como tesoros saboreando las historias gastadas que no pierden ese gusto a felicidad.
A mi me gusta que los amigos siempre tengan una silla en la mesa, por si andaban de paso, por si el bolsillo aprieta.
Amuchamos un poquito, porque aunque la casa sea chica el corazón siempre es más grande.
Y para coronar la escena, escuchar guitarrear a mis viejos, y recordar como la poesía siempre nos dio la gracia de sobrellevar las durezas endulzándonos el alma.
A mi me gusta incluso discutir la siempre viva rivalidad futbolera y también la vocecita irritante con la que alguien se queja “de eso no se habla en la mesa”.
Que saludar a la vecina siga siendo una obligación moral, y que si se hacen tortas, alguien cruce a convidar.
A mi me gusta saber que ese lugar existe, que ni el internet ni el Netflix nos pudieron devaluar.
Compartir mirandonos a los ojos los logros y las miserias.
Sostenernos las flaquezas y animarnos a continuar.
No sé si por herencia tana o porque la edad me hizo blanda, a mi me gusta la mesa grande, el compartir y acompañar.
El oficio de construir como el hornero, un lugar de encuentro que le llaman hogar.