Al nacer somos uno con la divinidad. ¿Acaso no han visto la pureza y completud en la fragilidad de un recién nacido?
Pero uno crece, y entonces uno cree que tiene que ser alguien diferente de quien es, y desoye su animalito interno porque uno se esfuerza (o lo fuerzan) a domesticarse.
Entonces dejamos de comer por hambre para comer para llenar vacíos.
Entonces dejamos de pedir “upa” y comenzamos a esconder nuestros deseos o expresarlos y sentirnos culpables de ellos.
Entonces rechazamos nuestros nuestro cuerpo, y todo lo que de él provenga.
Y empezamos a hacer para complacer a otros, a ideas de otros, a sueños de otros, a deseos de otros.
Así es como uno comienza a apagarse, lentamente como el sol de la tarde, y tan aturdido y desconectado que desconoce el motivo.
Entonces uno busca insaciablemente afuera algo que lo ilumine, se aferra a cualquier baratija de esperanza que le permita sentir al menos un ápice de vida.
Entonces se ancla más fuertemente, porque el ápice no alcanza, y comienza el forcejeo patético de luchar contra del flujo natural de la vida.
Entonces uno se queja de que las cosas no salen, no alcanzan, no son como deberían, y más y más nos vamos hundiendo en la desesperanza.
De esta manera uno obliga a la vida a venirse encima con una patada que nos despierte: enfermedad, crisis o tragedia, algo que reanime, que movilice nuestros pies estancados. Pero entonces uno no entiende y se queja de lo que llega sin reconocer que sus propias acciones fueron el llamado que las trajo.
Así es como nos vamos llenando de rabia, envidia, resentimiento. Así es como nos vamos cargando más mochilas y más máscaras.
Pero si uno se permite caer de rodillas, y si uno tiene la humildad de mirar atrás con amor y a todo con aceptación, uno se permite la posibilidad de tomar la posta de su propia vida y deconstruir todos los muros para poder desplegar las alas, y entonces sí, uno florece con la luz de la divinidad en uno, abriendo los ojos sin miedo.